“No íbamos a ser inmunes a la gravedad toda la vida” dice Cristina Rivera Garza en Terrestre, un texto que contagia la emoción de narrar el viaje. La palabra terrestre se deriva —a maniobras— de aterrizar, que es un verbo mundano y peligroso. Bajar en tierra. Volver a ella, aunque sea sin querer queriendo, como un globo desinflado o un Boeing 747 que bajan del aire, dos pilotos tirando con una palanca, tal vez rozando sus manos.

Luego de desfilar en mis mejores galas para los pasajeros de primera clase de un vuelo Frankfurt-Ciudad de México, me acomodé lo más que pude en un asiento constreñido de la décimo segunda fila de la clase comercial. Me tocó al lado de una poblana que no sé cómo se llama. Mi asiento daba a la ventana. Cuando atravieso el Atlántico, the beautiful blue and forever, no cargo con audífonos para no lastimarme lo oídos tratando de imponer un güiro al motor de una aeronave de trescientas toneladas, ni me pongo a leer porque hay barra libre y el mareo que me causan las palabras, barridas por la aerodinámica, me hace pasar vergüenzas no siempre imaginarias. Terminé de leer Terrestre antes del abordaje. Fue emotivo ver a tanto mexicano aglomerado en una sala de espera. Como la más joven de nuestra estirpe estaría en la flor de su juventud, parecíamos una familia de viaje festejando sus XV años.

El tercer bloody mary alivió mi ansiedad por haber perdido la maleta que fallé en documentar correctamente. Imprimí la etiqueta que llevaba mi nombre, el número de mi vuelo con sus escalas y la instrucción de mi destino final. Recuerdo haberla puesto en la báscula de autoservicio para ver cómo se alejaba luego de ser aprobada por la máquina y de haber confirmado su recepción yo mismo. Pero no sabía si la etiqueta era para mí o para mi equipaje. Algo así le pasa a Francis de Malcom in the Middle cuando le dice a su jefe Otto, un vaquero alemán “voy a averiguar si esto es para mí o para el caballo” refiriéndose a un arnés. Saber que al final de la serie Francis sobrevive calmó mi angustia. Eso y los bloody mary que tan comedidamente me sirvió la tripulación de Lufthansa.

En algún punto entre el sexto y el séptimo vasito le pedí a mi compatriota de al lado si podía hacerme el inmenso favor de ordenar la siguiente ronda para que yo no me viera como el protagonista de la borrachera, pero ella me dijo que no, gracias. Resignado, levanté la mano, y con un guiño ordené el trago que me mandó a dormir la segunda mitad del vuelo. Producto del coherente seguimiento de mis principios, me perdí de las vistas que ofrecen los paisajes aéreos de la parte anglosajona de América del Norte. Cuando aterricé no tuve el recibimiento de un héroe que ha hecho patria. Los patriotas solo le caen bien a los tontos. A mí me recogieron mi prima Raque y mi hermana María. Pasé con ellas los mejores días del año en la Ciudad de México; una ciudad que no se pone de acuerdo en quién es ni está en paz con su origen ni tiene terremota idea de a dónde va.

Cada cabeza es un mundo. En el área metropolitana del valle de México convergen veinte millones de cabezas a simple vista. En las calles no hay topes, sino cabezazos. En los cruces no hay cebras, ni burros, hay cabezazos también. Gente de mi ciudad, la ciudad de los palacios, la muy noble —según fuentes de la época— y muy leal Ciudad de México —de acuerdo con los casados—, piensa que Nigeria está en Europa. O al menos así lo vocalizó una paisana, regiomontana, que rozaba su codo contra el mío en un vagón de la línea roja del metrobús cuando nos representó ante un africano muy coqueto que le dijo que era profesor de inglés en nuestro país. Muy desinteresado él, le ofreció clases particulares en el cuarto que renta en la Condesa y ella, que no habla más que la lengua de los reyes católicos, entendió que se quería propasar, por lo que dijo que “nanay palomas” y luego le preguntó a su amiga amiga si el nigeriano se le hacía guapo o si creía que estaba pitudo y luego se inventó que era casada. Yo creí que en realidad sí estaba casada por el anillo que llevaba en el dedo que estuvo a punto de enterrarme en el ojo en un enfrenón, pero su amiga confirmó durante el chismorreo que en realidad lleva la sortija para zafarse de abordajes no deseados. No es racista, es ignorante solamente. No todos los gentilicios se pueden jactar de lo mismo. “Mexicanas y mexicanos”. “Chiquillos y chiquillas”. “Mexicana linda, mexicana hermosa”. “Amor a la mexicana, tequila, tabaco y ron”. «Huevos a la mexicana». “Negrito sandia, ya no digas groserías”.

Me llevaron a las luchas, comí alambre con queso, bebí azulitos como si ese fuera el color natural del agua, bailé en la fiesta de cumpleaños de mi tía, jugué con mis sobrinos, discutí sobre la especulación inmobiliaria con mis papás, me robé el cargador de mi hermana y compré un cinturón de piel que, según una amiga centroeuropea, es de texano.

En su generalidad, la Ciudad de México es fea. Quien opine lo contrario tiene mal gusto o la está exotizando. Es fea con f de federal. Y es violenta e insegura y huele mal. Es tan cruel a los sentidos que el chilango promedio tiene los mocos más oscuros que sus codos, pero es divertida como un payaso en un funeral. Tiene lo suyo, que aunque sea ajeno, ya se lo apropió, y ahora no nos queda más que aplaudirle cuando con ello hace alguna gracia o por lo menos no nos aplasta como un bebé mamado de erario público, apadrinado por un ex judicial.

El Aeropuerto Internacional Benito Juárez, emérito benemérito de las Américas, es más de lo mismo; se parece a un centro comercial sin remates que visita pura gente que, o bien va llegando, o ya se quiere ir (los que no, tienen tarjeta de crédito). En mi caso, que tengo una de débito, me despedí de mi hermana recordándole lo mucho que la quiero y pasé por el primer checkpoint de seguridad sin saber que no podía abordar el avión de vuelta con latas de chipotles en conserva.

Oficiales aeroportuarios me detuvieron para inspecciones aleatorias en los siguientes dos aeropuertos que pisé antes de llegar a mi casa. Fue culpa mía por ser moreno, llevar botas, viajar solo y tener mi edad impresa en un pasaporte que, por su empapelado de dulce típico, parece haber sido expedido, y aquí cito a la empleada de una ventanilla en el mostrador de una aerolínea en Viena, “por una república bananera”.

El libro Terrestre se lo regalé a mi hermana. Cristina Rivera Garza, la misma que viste y calza, muy amablemente autografió para María dicha copia cuando la conocí en Barcelona en un stand durante las fiestas de Sant Jordi. Tuve la oportunidad de comentarle que la menciono en un ensayo que escribí sobre una cita de Jorge Ibargüengoitia que explora el tema de la mexicanidad. Nos confesó, a mi amigo Luis y a mí, que no le gustan los desayunos catalanes. Nosotros también preferimos los frijoles.

En la antesala de regreso me puse a leer El señor burócrata de José Pérez Chowell. Si algún día lo conozco, le voy a decir que me refiero a él en un ensayo que va de la ciudad que compartimos como campo de cultivo literario. Asumo que lo suyo también son los frijoles. 

Cuando cerré El señor burócrata porque ya abordaba el grupo número cuatro de pasajeros se me quitaron las ganas de conocer el final de su protagonista, la ficción se había convertido en una telenovela de casos de la vida real. Despegamos con retraso a pesar de que, desde la cabina, nos comunicaron que ya salimos “ahoritita”. Después de pasarla tan bien, no tenía deseos de volver a tomar para acelerar el vuelo. Esta vez, a mi lado no había una poblana, sino unos hermanos que no dejaron de acariciarse, como si fueran pareja, mientras yo sorbía de un vaso de agua tras otro provocándome las ganas de orinar para tan siquiera distraerme pensando en otra cosa que no fuera la ansiedad que me causaba saber que habría de bajarme de un avión lleno de gente modorra.

Fueron diez horas de mirar por la ventanilla buscando la Atlántida en silencio. Hundirse no es sinónimo de aterrizar. Bucear no es remotamente parecido a estar enterrado. Las rosas son rosas. Los aviones vuelan. Yo apenas y sé nadar.

Fotografía tomada de Jack Wang

Fernando Gepé (Brno, Chequia, 2000) Estudiante de literatura. Ha publicado en Río seco, Por escrito, blog de Cultura UNAM, Celdas Literarias, Cantón Poético y Thus Spoke. Sus temas e intereses se centran en la política, el crimen organizado, la violencia, el humor, la teoría literaria y la historia.
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